Madrid, a 26 de junio de 2012


Pequeña Libertad,


El calor ha llegado y las calles de Madrid se han convertido en un hervidero. La gente sale a la calle como siempre (en eso nunca cambiaremos), pero más tristes. Con esa resignación que sólo conocen las personas que aprendieron a perder demasiado pronto. Sigo extrañando tus pies pequeños, el café templado de la tarde y tus ojos al marcharse como siempre.

Escribo más que antes y salgo menos. No tengo a nadie que me lleve al parque del Retiro y me haga sentir en casa, en una isla lejos de todas las ciudades. A nadie con quien pasear cuando cae el sol, o ver arder todas las hogueras del solsticio, mientras tratas de explicarme que los sueños son el premio de consolación de los que no se atreven a caminar tras sus pasos.

Puede que tengas razón, y que tu ausencia me esté pesando demasiado y me impida respirar. Pero ayer estuve en el concierto de aquel grupo de rock que tanto te gustaba, y me acordé del billete que dejaste en mi mesilla por si decidía acompañarte en uno de tus viajes.


Cuídate mucho,

Guille.

De mayor quiero ser minero



Para mi era un soldado acudiendo a la guerra, un héroe ante un mundo de aventuras que se abría a su paso. Un joven acudiendo al primer día del resto de su vida, con una dignidad que nunca le había visto a mi hermano a sus dieciocho años. Parecía más mayor y más sabio, y yo observé mi pijama, imaginando que era el traje de faena que él estrenaba. Su nuevo uniforme que, como el que llevaba papá y como el que llevó el abuelo, volvería al final del día sucio, y ya nunca volvería a ser del color que era ahora.

Mi madre lloraba en silencio, con el rostro grave y unas lágrimas disimuladas en la mejilla. Intercambiaba pequeñas miradas con mi padre, pero este no decía nada, concentrado como estaba en aquel bollo reseco y su café sólo, amargo como la vida, decía él -en una de las pocas veces que salía alguna palabra de su boca- con aquella voz quebrada por el hollín y el humo de tabaco.

Mi abuela cosía en silencio, sin decir nada, pero yo la veía observar a mi madre con compasión, quizá recordando aquella escena muchos años atrás, pues eran tres los hijos que, junto con su marido, habían ido a trabajar a la mina. Ninguno de ellos había vuelto a subir a la superficie en una fría y triste mañana de enero.

Mi hermano parecía nervioso, y miraba a mi madre y a mi padre alternativamente, con el gesto erguido, tratando de disimular el miedo que le daba aquel paso. Quería parecer un hombre, y para mi era mucho más que eso. Un soldado, un guerrero, un héroe como el de los tebeos que le robaba y leía a escondidas. Como las historias que me contaba mi hermana sobre guerras en las que luchaban hombres valientes. Porque eso era, un hombre valiente.

Se levantaron en silencio, dispuestos a recorrer el kilómetro y medio que iba desde nuestra pequeña aldea hasta las entrada de la mina. Mi madre dejó de fregar platos y secó sus manos temblorosas en el delantal. Mi abuela siguió cosiendo, tratando de olvidar una escena demasiado familiar, demasiado triste. Mi padre se acercó a mi madre y le dio un beso tierno y duro a la vez; esa era su forma de amar. Luego cogió su casco y le dio otro a mi hermano, que lo sopesó inquieto.

Salieron y yo les seguí con la mirada, viendo alejarse a Héctor y Aquiles por los campos de Troya, Soldados de los Tercios camino de Flandes, o simplemente dos mineros construyendo el futuro con tanto esfuerzo que al final del día, regresarían a casa con el orgullo y la derrota de todas las guerras.

-De mayor quiero ser minero -dije con orgullo, pensando en las hazañas de mis héroes, en las princesas encerradas en torres, en la admiración que conseguiría con ello. Mi madre se acercó a mi, me revolvió el pelo con ternura mientras se secaba una lágrima.


-Ojalá que no, hijo mío.


Después me llevó a la mesa, donde me esperaba bizcocho reseco y un cola-cao. 





*Dedicado a todos los mineros que mantienen su lucha.

Tres versos: Confesiones


I
Lo confieso:
saboteé tus ojos para que me viesen de otra manera,
cambié mi voz por los cantos de sirena.
Sólo quería retenerte hasta que la muerte llamase a nuestra puerta.




II
Lo confieso:
Sofoqué las llamas de tus enfados
y avivé los mordiscos de tus labios.
No sabía como hacer que me quisieras.




III
Lo confieso:
Tuve que prometerte el mundo con luces y sombras,
y decirte que todas mis horas estaban a tu nombre.
No tenía nada más que ofrecerte.

Cualquier pareja



Recuerdo cuando todas tus fotos tenían
ese color que debería tener la vida.
Registrabas los tesoros que el mundo escondía,
y se hacía más sencillo caminar a tu lado.

También recuerdo cuando mis poemas contaban
todas las pecas que llevaba tu cuerpo.
Marcaba constelaciones de las sábanas
que se arrugaban entre nuestros dedos.

Creo que así aprendimos a querernos,
entre café y tardes eternas de domingo.
Tú mirando tus tesoros, yo,
tratando de rimar con el desastre.

Y puede que no fuésemos mejor que otros
que jugaban a desquererse entre versos.
O que hacían lo imposible por besar,
labios agrietados y lejanos.

Pero éramos nosotros, y eso bastaba,
para que el reloj marcara una hora menos.
Para que la Tierra girara más despacio, y el mundo,
siempre terminase entre tus piernas.