Atravesamos tiempos duros, en los que escribir resulta doloroso y nuestras almas -si alguna vez existió tal cosa- duelen como puñales de lágrimas que alguna vez derramaron quien aprendió a no llorar.
Atravesamos tiempos en los que pedir perdón, decir te quiero, o sonreír son artículos de lujo y no necesidades básicas. Hace tiempo que desde el mar no se ven las estrellas, y ningún camino lleva a Roma, si es que alguna vez decidimos ir allí por algún motivo.
Perdemos. Siempre lo hacemos, y la mayoría de las veces de forma estrepitosa, como si quisiéramos demostrarnos que el mundo se desmorona y asistimos impasible a cada entierro de los días que nunca fueron nuestros.
Sin embargo, a pesar de la derrota cercana, las lejanas, y las que vendrán, seguimos en pie, brindando con vino al amor y a la locura de camas tan revueltas como vividas.
Tantas sonrisas entre las sábanas.
Por suerte o por desgracia, los que escribimos llevamos impresa la derrota en nuestras letras, y un punto de amargura a cada paso.
Pero siempre, de un modo incompresible que roza la magia, nos levantamos, escribimos de nuevo, sonreímos, tomamos ese café que levanta el ánimo perezoso de luchar de nuevo por un futuro incierto -todos los futuros lo son- que se nos presenta en los charcos más sucios. Pero incluso el agua de estos charcos, alguna vez, formó parte de un océano.