Para mi era un
soldado acudiendo a la guerra, un héroe ante un mundo de aventuras
que se abría a su paso. Un joven acudiendo al primer día del resto
de su vida, con una dignidad que nunca le había visto a mi hermano a
sus dieciocho años. Parecía más mayor y más sabio, y yo observé
mi pijama, imaginando que era el traje de faena que él estrenaba. Su
nuevo uniforme que, como el que llevaba papá y como el que llevó el
abuelo, volvería al final del día sucio, y ya nunca volvería a ser
del color que era ahora.
Mi madre lloraba
en silencio, con el rostro grave y unas lágrimas disimuladas en la
mejilla. Intercambiaba pequeñas miradas con mi padre, pero este no
decía nada, concentrado como estaba en aquel bollo reseco y su café
sólo, amargo como la vida, decía él -en una de las pocas veces que
salía alguna palabra de su boca- con aquella voz quebrada por el
hollín y el humo de tabaco.
Mi abuela cosía
en silencio, sin decir nada, pero yo la veía observar a mi madre con
compasión, quizá recordando aquella escena muchos años atrás,
pues eran tres los hijos que, junto con su marido, habían ido a
trabajar a la mina. Ninguno de ellos había vuelto a subir a la
superficie en una fría y triste mañana de enero.
Mi hermano parecía
nervioso, y miraba a mi madre y a mi padre alternativamente, con el
gesto erguido, tratando de disimular el miedo que le daba aquel paso.
Quería parecer un hombre, y para mi era mucho más que eso. Un
soldado, un guerrero, un héroe como el de los tebeos que le robaba y
leía a escondidas. Como las historias que me contaba mi hermana
sobre guerras en las que luchaban hombres valientes. Porque eso era,
un hombre valiente.
Se levantaron en
silencio, dispuestos a recorrer el kilómetro y medio que iba desde
nuestra pequeña aldea hasta las entrada de la mina. Mi madre dejó
de fregar platos y secó sus manos temblorosas en el delantal. Mi
abuela siguió cosiendo, tratando de olvidar una escena demasiado
familiar, demasiado triste. Mi padre se acercó a mi madre y le dio
un beso tierno y duro a la vez; esa era su forma de amar. Luego cogió
su casco y le dio otro a mi hermano, que lo sopesó inquieto.
Salieron y yo les
seguí con la mirada, viendo alejarse a Héctor y Aquiles por los
campos de Troya, Soldados de los Tercios camino de Flandes, o
simplemente dos mineros construyendo el futuro con tanto esfuerzo que
al final del día, regresarían a casa con el orgullo y la derrota de
todas las guerras.
-De mayor quiero
ser minero -dije con orgullo, pensando en las hazañas de mis héroes,
en las princesas encerradas en torres, en la admiración que
conseguiría con ello. Mi madre se acercó a mi, me revolvió el pelo
con ternura mientras se secaba una lágrima.
-Ojalá que no, hijo mío.
Después me llevó a la mesa, donde me esperaba bizcocho reseco y un cola-cao.
*Dedicado a todos los mineros que mantienen su lucha.
5 comentarios:
Tierno relato el que traes esta semana compañero :-)
Conozco pocas profesiones tan duras y tan arriesgadas como la de minero, como tu dices un auténtico soldado del día a día.
Que nos tengamos que enterar por la prensa internacional de las noticias sobre ellos es cuanto menos triste e indignante.
En fin. Ojalá su lucha llegue a buen fin y consigan lo que piden. Creo que ignorar este conflicto es de desagradecidos y desmoriados, pero en fin, este país cada día me sorprende menos porque me lo espero todo ya.
Abrazos.
La vida en la mina ya es dura de por sí como para que vengan unos cabrones con corbata a joderles más de lo que están.
Creo que en cierto modo nosotros somos como el niño de este cuento, les admiramos por su valentía, pero en realidad no nos podemos hacer una idea de por lo que están pasando realmente.
Un abrazo
Ehse
Y qué lucha. Son, sin lugar a dudas, un ejemplo para todos nosotros. Siempre lo han sido, ¿verdad?
Un relato precioso, Ladrón, enternecedor como pocos.
Gracias.
Te leo, me emociono, y siento la punzada del remordimiento, por no ser
tan valiente, a veces ni en los sueños.
Una sonrisa
La melancolía sabe dulce en estos versos.
Un beso
Publicar un comentario