Siempre me duelen tus latidos entre mis
costillas,
como si fueses aquel frío que nunca
termina de marcharse.
Los andamios sólo retrasaron nuestra
ruina
y me declaré en bancarrota
antes de que me expropiaran tus
recuerdos.
No puedo decir que me sorprendiese
tu marcha y aquellos reproches que me
hiciste.
Tampoco hubiese podido rebatirte mis
silencios.
Por eso dejé vagar la esperanza de que
no te llevaras
el equilibrio que atesoraba en tus
labios.
Temblamos con el ruido de la puerta,
que afilaba las sombras del pasillo.
No era justo que te fueras llevándote
mis lágrimas,
ni que yo me quedara mudo sin tu
brillo.
Hay castigos que no se disimulan con
futuros, me decías.
Me parece que la vida no fue justa con
nosotros,
que nos llenó de fantasmas y dudas,
visitando
otros cuerpos que apenas nos vestían,
y que apenas
pudimos desvestir con nuestros dedos,
pues fuimos siempre soñadores eternos
e imposibles.