se desataban con una simple gota.
Quizá por eso le preguntó despacio
por sus miedos,
y ella sonrió con la infinita ternura
de los mejores besos.
No le fue fácil adaptar sus silencios
a su risa,
ni dominar sus horas solitarias entre
libros,
a las miles de palabras por minuto que
escapaban
de aquellos labios infinitamente rojos.
Ambos sabían de historias que terminan
en fracaso,
de platos rotos y lágrimas saladas. Y
sin embargo,
decidieron concederse una tregua y ser,
la excepción a todos los amores
complicados.
Amaron siempre con mesura y se
abrigaron
contra el frío que levantan los
finales.
Construyeron un hogar sencillo y
eterno,
que acabó, felizmente, tras sesenta
años de abrazos.