La Taberna del Lodazal

He decidido escribir algo más en prosa, y como no quiero que os aburra siempre Eva, esta vez escribo sobre otra vida, La de Martín y la Taberna del Lodazal. Espero que os guste, y pronto escribiré de nuevo sobre Eva.
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En la Taberna del Lodazal, la rutina de todos los días se notaba desde primera hora de la mañana. Su dueño, un hombre muy alto y muy delgado nunca había podido dormir más de cuatro horas seguidas. Y por todo ello, el bar empezaba su actividad antes de las seis de la mañana. Era el primer bar en abrir y el último en cerrar, y siempre el mismo camarero tras la barra. No es que Martín –dueño desde que lo heredó de su abuelo- fuese una persona desconfiada. Todo lo contrario. Había viajado por todo el mundo, y a sus treinta años le sorprendió la herencia de su abuelo. Este la había dejado la vieja taberna –lo único que tenía a parte de dinero- entre los doce nietos que eran, lo cual había levantado envidias al más puro estilo el hijo pródigo. Él, al principio reticente a aceptar tal entrega, había dejado cerrado la Taberna durante una semana. Un día, pasando cerca camino de la estación vio una reunión de personas en torno a la puerta, y al preguntarles el motivo de su espera, habló el hombre más bajo del grupo.

-¿A donde vamos a ir? Llevamos más de quince años frecuentando esta taberna. Es nuestro refugio. Sentimos más profundo el luto de esta Taberna.

Fue en ese preciso momento cuando Martín, hombre poco sentimental, decidió sentar la cabeza e instalarse, como su abuelo siempre quiso, para regentar la taberna. Habían pasado veinte años desde la última vez que vio a su abuelo, en el cajón de madera que él nunca quiso comprar. Ahora, regentando esa Taberna, las cosas seguían igual. La misma gente, que se reunía ahora para llorar otras muertes, e incluso gente nueva que se unía al calor de un buen vino, o una conversación que ayudase a sobre llevar el día.

Como cada mañana, Martín dispuso cuatro cafés en la barra, y puntualmente los muchachos de la cárcel del olvido –cuatro fornidos hombres que habían coincidido durante tres años en las celdas contiguas del pasillo de los remiendos- se disponían ha oír, de la mano del hombre más alto de la taberna, las novedades del día. Una vez hubo despachado a estos cuatro, sirvió dos cafés más con sus respectivos bollos, pues eran las 7:30 y el matrimonio Günter –unos alemanes afincados en la península- hacía su principal descanso de todos los días, antes de comenzar la dura tarea de ganarse el pan.
También pasaron puntuales los chicos de Mari la “costurera”, una pobre mujer que vivía con su perro y que a penas tenía dinero para vivir –por eso Martín seguía fiel a su abuelo y le preparaba el desayuno, la comida y la cena.

Por fin llegaron las 8 de la mañana, y Alice entró como siempre frotándose las manos. No se acostumbraba al frío seco que azotaba la península, a pesar de llevar viviendo más de seis años en España. Se sentó en la misma banqueta, y yo dejé de escribir para dedicarle una mirada a modo de saludo. Tenía la boina todavía calada, aunque no tardó en quitársela.

-Te veo algo decaída, tómate un zumo, las vitaminas te sentarán bien.
Martín se sorprendió a sí mismo hablando como lo habría hecho su abuelo, y no pudo disimular una cierta sonrisa ante aquella situación. Aunque Alice no le había conocido, la interacción con todos los miembros de la familia de la Taberna había hecho que esta le sintiese como conocido. Quizá por ello sorió mientras bebía del zumo natural recién preparado.

-¿Que harás en noche vieja?, Martín.-dijo Alice mientras le enseñaba el billete destino Francia que había adquirido el día anterior.

-Me quedaré en la Taberna. Cerraré un poco más tarde, por si alguien lo necesita, y mañana abriré pronto como siempre. La única diferencia es que a las 8 no podré ningún café, y tú, mañana te despertarás echándolo de menos.

Alice sonrió mientras cogía su vieja mochila y recorría la barra hasta la puerta. Vi a Martín seguirla con la mirada. Ahora entendía lo que para su abuelo significaba esta taberna. Ahora entendía que su abuelo no le dejó un local, sino una vida. Su vida.

7 comentarios:

May dijo...

Bonita historia. Espero q la continues...
1 abrazo.

Anónimo dijo...

y pero entonces el queda condenado a una rutina, que por mas flores que le pongas, es una rutina
yo que se para un viejo esta bien
pero el era joven y le gustaba viajar...

Sole dijo...

Adoro la historia de bares

Un saludo

Laura dijo...

Muy chula. ¡Me encanta!

Lucina dijo...

A veces la incertidumbre de porqué suceden ciertas cosas.
La respuesta:
"Ahora entendía que su abuelo no le dejó un local, sino una vida. Su vida."
Un beso

My dijo...

'cerraré un poco más tarde, por si alguien lo necesita'.

me gusta como escribes, pensar que alguien.. decide dejarle 'su vida' a otra persona.
es precioso.

un abrazo.

Paula dijo...

No, no, me conformo con subir una. Gracias!!